De Lambrini a Lambrini

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Amapolas. Foto de Isabel Munuera
Acabo de terminar mi novela "De Lambrini a Lambrini", una historia
de amor, dolor y vida desde 1900 a 2006, que se transmite
de una generación a otra.
Con mi deseo de que os guste, copio a continuación el arranque:

0. Razones de la memoria

He pasado casi toda mi vida en El Puerto de Sagunto, España, aunque –o porque– nací en Buenos Aires el 20 de febrero de 1982, en tiempos de la dictadura militar, y esto es parte de lo que quiero explicar con esta historia. Al nacer, mi madre, Beatriz Nogueira, decidió llamarme Zinnia, como la flor. Podía haberme impuesto el apellido de mi padre, sin embargo decidió no hacerlo. Mintió al declarar que no sabía de quién era el bebé. Ahora sé que había razones poderosas para esa mentira.

Mi madre, Beatriz Nogueira, y Nonna –es decir, mi bisabuela, Amalia Lambrini– pelearon por inscribirme como Lambrini. Según Nonna, fue una suerte que lo de Lambrini cuajara, pues ella siempre ha creído, y a sus ochenta y cinco años sigue creyendo, que pasar el apellido de mujer a mujer es algo que estira un hilo que une las generaciones y nos permite conectar una corriente de vida que nos impedirá olvidar. Viene al caso aquí decir que mi madre más adelante cambió de apellido y pasó también a ser Lambrini, cumpliendo así uno de los sueños de su vida. Pero debo contenerme para explicar cada cosa a su debido tiempo.

Nonna me ha hablado de las raíces y sucesos de nuestra familia y ha ido cincelando mi corazón con lo que, dice, son las huellas de nuestra historia y parte de mí misma, pero yo hasta hace pocos años nunca había encontrado razones para aprender la tradición de mi gente y menos para escribir las vidas de mis mayores en otro continente. ¡Qué niña quiere o puede pensar en tiempos y lugares que ignora, por muy importantes que sean! Pero muchas cosas han cambiado en mí desde que cumplí los dieciocho años.

Entonces, hace seis años, yo estaba terminando segundo de bachillerato en un instituto de secundaria de El Puerto de Sagunto y tocaba el clarinete en la banda municipal de música, completamente absorta en los muchos deberes que los niños y jóvenes tienen en Valencia; allí la música se respira, se come y se saborea y se sufre hasta las tantas de la noche. Sé que en otros lugares de España y quizá del mundo no es así. Aquí todos los que quieren estudiar o dedicarse a la música –y somos muchos, porque la música es nuestra vida– ponemos en su estudio tantas horas que a veces los ensayos de la banda terminan más allá de la una de la mañana. Puede parecer agotador a gente que no esté tan envuelta en la música. Aquí nos compensa de sobra. A mí me compensa vivir así. Primero, me mantengo ocupada, segundo, hago amigos, tercero, me esfuerzo por vivir y disfrutar de la música y, por último, participo en las celebraciones de mi pueblo. Es así para alguien como yo, que lleva las notas musicales circulando por las venas, como mi abuela, como mi madre, como mi tía abuela Herminia…, gente que son mi gente, aunque solo las conozco a través de papeles y por las historias que me cuenta Nonna.

Al acabar el bachillerato, no tenía claro si matricularme en la universidad de Valencia para estudiar Historia o seguir con la música de forma profesional. Al final me matriculé en Historia, y seguí tocando el clarinete en la banda de El Puerto. Es un gran esfuerzo. Pero también es una afición que me llena; no la he podido dejar. La música será mi compañera para siempre. Aunque no ha sido fácil, me alegro mucho de las dos decisiones. Estudiar me ha ayudado a aclararme y a crecer. El clarinete me ha salvado, me ha conservado unida a mis amigos y me ha acercado a mi familia.

Para celebrar mi mayoría de edad, Nonna me había propuesto organizar una fiesta en un local alquilado, cerca de la playa, el sábado 19 de febrero. La idea me encantó, entre otras cosas porque se nos haría tarde bailando y en el cambio de día mis amigos organizarían un follón de alegrías y felicitaciones para mí; solo imaginarlas me hacía reír. Cuando todo estuvo organizado para mi fiesta, mi bisabuela me anunció que tenía pendiente mi Rito de Paso.

¿Vas a tatuarme, Nonna? –bromeé.

–No, Zinnia. Voy a entregarte los papeles de tu madre.

–¿Qué?

–Sí. La documentación que he guardado para ti durante todos los años que llevamos en España. Es importante para seguir tu camino –aseguró, y me propuso hacerme entrega de todos esos papeles delante de mis compañeros de clase, en esa fiesta, en ese local.

No es que me avergüence de mi Nonna. De hecho, la amo tiernamente, aunque decirlo así suene cursi y desacostumbrado en una chica de mi edad. No, no me avergüenzo. Estoy orgullosa de ella, por su fuerza, su tesón, su valor y su generosidad, por haberme aguantado todos los minutos de mi vida, por haberme dedicado la suya y haberme educado tal como soy. El problema era la fiesta. Ya estaba reservado un local cerca de la playa, y mi gente avisada. Éramos más de cuarenta, dispuestos a bailar, jugar y reír hasta las tantas, como juegan, bailan y ríen los jóvenes. ¿Cómo iba yo a poder reír y estar tranquila con mis amigos, si tenía que estar pendiente de esos papeles?

Al fin, además de mi fiesta-fiesta, acordamos celebrar mi cumpleaños en privado el domingo 20 por la tarde, en casa.

–Invita a merendar a Emilia y Marién.

–¿No podríamos estar tú y yo solas, Nonna?

–No, mejor con tus amigas. Ellas serán testigas y soporte de tu emoción –me aclaró, bastante solemne.

Yo me reí. Me hizo gracia el uso estrafalario de la palabra testigas; Amalia Lambrini se ha vuelto feminista de raíz y no pierde ocasión de dejarlo claro. Además, lo de necesitar a mis amigas como soporte de mi emoción me pareció una exageración de viejita; pero no lo dije.

Pasé el baile con mis amigos del sábado, la primera celebración de mi cumpleaños, disfrutando como cualquier chica en esas circunstancias, aunque de vez en cuando me salía un vapor de inquietud por lo que Nonna iba a darme al día siguiente. Y eso que esperaba poca cosa. Creía que los documentos serían fotos de familia y algunas cartas recopiladas desde la Italia de su madre –mi tatarabuela– a la Galicia de mi abuelo materno, pasando por mis antepasados argentinos.

Al dar las doce, se formó una algarabía de gritos y felicitaciones que casi borró mi inquietud. Reí, bailé y grité y me dejé celebrar por mis amigos y salimos todos a la playa. La noche era perfecta y estuvimos metiendo los pies en la espuma del mar, cantando, bailando y saltando por la arena. Acabamos la fiesta a las cuatro de la mañana.

Emilia y Marién habían avisado a sus familias de que se quedarían a dormir en mi casa. Nos fuimos a la cama casi sonámbulas de emoción. Nos levantamos tarde y comimos cualquier cosita. Al terminar el desayuno, la comida, o lo que fuera aquello, Nonna nos mandó de vuelta a la habitación mientras ella terminaba de organizar la merienda –o el postre– y adornaba la tarta. Todo ese despliegue de misterio me mantuvo tensa hasta que nos llamó de vuelta a la cocina.

Cuando me entregó los papeles de mi madre delante de Emilia y Marién, la tarta de cumpleaños con las velas encendidas y los vasos de limonada quedaron ahí olvidados. No nos dimos cuenta de que el tiempo había pasado hasta que oímos las llamitas susurrar al contacto con la crema y vimos que se habían quedado como chapones de caramelo encima de la tarta. ¡La emoción me dejó casi sin respiración! ¡Esos papeles eran todos los diarios y cartas de mi madre! No es que nunca hubiera  visto ninguna de esas cartas; al revés, algunas las reconocí al verlas, cartas, postales y fotos de toda la vida, desde que era pequeña. Era que verlas ahí todas juntas daban testimonio de todo ese esfuerzo y esa presencia para mí que habían puesto las dos, y yo nunca me había dado cuenta. Y, además, estaban los diarios, que yo nunca había visto ni sabía que existieran. Tenía razón Nonna. Me hicieron llorar tanto que necesité el apoyo de mis amigas.