Caperucita Roja en el imaginario masculino en Ciudad Juárez

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Caperucita Roja es un relato casi intemporal, proveniente de la antigüedad, cuya versión popular versa sobre una niña que atraviesa un bosque y es devorada por un lobo probablemente real. En tiempos en que la infancia no tenía las connotaciones que ha llegado a tener hoy día, niña o niño, persona inocente o descuidada, eran una misma cosa (Boland, 2006).

Perrault recogió la fábula de la niña devorada por el lobo incluyéndola en su volumen de cuentos de 1697. Realizó de ella una versión cortesana, y no infantil, para avisar a las jóvenes del peligro de escuchar a hombres “insidiosos y funestos”, diciéndoles que esos hombres son lobos porque «…no todos los lobos son de una especie, y los hay astutos que, en silencio y con dulces cumplidos, persiguen a las imprudentes hasta sus casas» (Pisanty en Boland, 2006).

Caperucita Roja es hoy día un cuento para criaturas. En sus versiones mejor intencionadas, el relato avisa al inconsciente de los riesgos de salir al mundo sin precaución. En su interpretación más aviesa, el relato nos habla de una madre irresponsable que envía a su hija al peligroso bosque, sabiendo que el lobo ronda los caminos; y la envía con un encargo, más que peligroso, malvado: llegar hasta la linde del bosque, donde vive la abuela enferma, y llevarle unas viandas de poca monta que le alegren la vida a costa de la burla que supone para la niña ir a cumplir semejante hazaña peligrosa a cambio de un tarro de miel.

La niña no sólo sale inocente, ignorante e inadvertida, sino que, como es propio de una criatura juguetona, se dedica a cantar y a recoger flores mientras el peligro la ronda. Al cabo de poco tiempo, el lobo la encuentra, la sigue, la reta, y, engañada, la envía por el camino más largo a casa de la abuela mientras se da tiempo a sí mismo de devorar a la anciana y preparar el campo para devorar a su vez a la niña. Devorar, en este cuento, no es sólo comer hasta las tripas. Se trata de violar, matar y borrar los rastros. Estamos hablando de convertir en inocente la partida que el lobo tan astutamente ha planeado y ganado.

La violación, la muerte y la ocultación de pistas no es sólo un paralelismo que puede establecerse entre Ciudad Juárez y el cuento de Caperucita, sino que es también la interpretación del propio Perrault: «Vemos aquí que los adolescentes y más las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas, hacen mal en oír a ciertas gentes, y que no hay que extrañarse de la broma de que a tantas el lobo se las coma. Digo el lobo, porque estos animales no todos son iguales: los hay con un carácter excelente y humor afable, dulce y complaciente, que sin ruido, sin hiel ni irritación persiguen a las jóvenes doncellas, llegando detrás de ellas a la casa y hasta la habitación. ¿Quién ignora que lobos tan melosos son los más peligrosos?» (Web 2). Algunos entendidos en materia de cuentos opinan lo mismo (Boland, 2006).

Por tanto, hablar del lobo en el cuento de Perrault implica hablar del hombre que devora niñas, con todas las connotaciones sexuales y violentas que puedan adjudicarse a semejante fábula. Igualmente, hablar del lobo en Ciudad Juárez implica violación, muerte e impunidad.

Tratar como fábula un peligro tan real como la violación y el asesinato es, sin duda alguna, entrar de lleno en el imaginario masculino, capaz de minimizar los riesgos que corre la mujer frente a la violencia sexual y homicida de los hombres. Hablamos de la violencia de ciertos lobos, de ciertos hombres; de ciertos hombres-lobo, que deambulan por los bosques tratando de comerse a las niñas inocentes que van recogiendo flores y cantando. Hombres que también devoran a las abuelas, que esconden las señales, que actúan en la clandestinidad, amparados por el imaginario social popular tanto como por las instituciones.

Aquí es preciso detenernos por un momento en el significado de la expresión imaginario social, utilizada para referirnos a las imágenes mentales que, sustentadas por el colectivo humano, crean sus costumbres su comportamiento y el de sus instituciones. Castoriadis (1998), creador de la expresión imaginario social, se refiere con ella no ya a la cosmovisión colectiva o a la ideología, aunque también, sino sobre todo, a la influencia que lo material tiene sobre lo social, explicando esa influencia no como consecuencia directa emanada de unas necesidades materiales, sino como un conjunto de influencias, casi inexplicables, casi inefables, que se potencian entre sí para lograr un bloque cohesionado, coherente, de acciones colectivas que el grupo humano sanciona como posibles y como válidas. El imaginario social, pues, sería el conjunto de fuerzas que llevan a la sociedad a determinadas actuaciones reconocidas y reconocibles como adecuadas, en el sentido de que son propias de ese colectivo, en tanto que es un grupo humano. Dentro de ese concepto, puede distinguirse claramente entre el imaginario social masculino y el femenino, dos fenómenos complementarios

Hablar del imaginario masculino es hablar de violencia. La profesora Griselda Martínez V., investigadora del Departamento de Producción Económica de la UAM en Xochimiko, en su trabajo sobre violencia masculina y género (2002)[1] propone una explicación candente. Las fantasías sexuales son propias de la especie humana. El varón busca en el erotismo, que es expresión de sus fantasías, su satisfacción sexual. Pero cuando se encuentra en posición de poder, deja de lado el erotismo para volcar sus pulsiones en la violencia y el acoso sexual; realidad que evidencia su incapacidad de control; realidad que demuestra que, en su aspecto salvaje, asilvestrado, indómito, el hombre es fiera[2].

El cuento de Caperucita, tal como fue recogido por Perrault, evidencia un imaginario social en el que la preeminencia masculina se da por sentada. Son las mujeres, las criaturas, las “jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas” quienes han de aprender a resguardarse del acoso de esos lobos de “carácter excelente y humor afable, dulce y complaciente, que sin ruido, sin hiel ni irritación persiguen a las jóvenes doncellas, llegando detrás de ellas a la casa y hasta la habitación”. En ningún momento, en ninguna versión, deja el cuento traslucir que sean los hombres quienes han de ejercer control sobre sus impulsos. Los lobos circulan libres por el bosque. Y eso es así, entre otras cosas, porque desde las instituciones, la cultura, el saber que circula entre los individuos de una sociedad, se da por sentado un cierto paradigma masculino que permite, sin cuestionarlo, ese estatus de poder autoarrogado, como si se tratase de la naturaleza de los individuos y, por tanto, de un natural estado de cosas.

Dice también Griselda Martínez en el trabajo citado[3] que, en la modernidad del nuevo siglo, se espera que el cambio social produzca una serie de cambios estructurales y simbólicos que, introyectados en las mentes de las personas, provoquen la igualdad. Sin embargo, en los momentos de cambio social circulan los valores nuevos junto con los viejos. Aunque de hecho “predominen los nuevos” (sostiene Martínez, p. 16), los viejos valores se abren paso desde la naturaleza salvaje e indómita. Y esos valores viejos convierten a la mujer en objeto de uso y consumo del poder del hombre. Esa naturaleza o, mejor dicho, ese estado mental proclive a convertir a la mujer en objeto, en definitiva, evidencia que el hombre sigue siendo lobo.

Si el hombre sigue siendo lobo y si desde las instituciones, que comparten los mismo valores sociales que los individuos y, por tanto, en cierto modo, al ponerlos en circulación y en incuestionable uso, defienden los valores viejos (como los llama la Profesora Martínez), éstos son ratificados, puesto que no son cuestionados; y si es el propio Estado quien, como institución social de control y protección, comparte el imaginario salvaje, siempre que los hombres-lobo actúen, el Estado esconderá la cabeza, permitiendo esas digresiones, exponente máximo de la desigualdad. El Estado las permite, claro está, siempre y cuando los hechos puedan pasar como inexistentes, por quedar ocultos; siempre que se borren las huellas, siempre que los hombres-lobo actúen en la clandestinidad.

Toda la investigación de los crímenes de Ciudad Juárez apunta hacia la clandestinidad. Los hombres-lobo tapan sus huellas en pozos de cal viva donde hacen desaparecer los cadáveres, los poderosos esconden la cabeza, la policía no encuentra rastros, nada se puede demostrar. Y, así, el Estado, cómplice, se hace pasar por inocente.

La situación es así: las chicas de Ciudad Juárez trabajan en su mayoría en maquilas. Una maquila[4], en México, El Salvador, Guatemala y Honduras, es una fábrica. Muchas veces la maquila es clandestina, por tanto, está situada en un lugar recóndito o alejado, donde las chicas han de llegar a trabajar recorriendo cierta distancia. Van caminando, pues son pobres. Según el imaginario social de carácter marcadamente masculino que predomina en México, los hombres no aprueban el hecho de que las chicas jóvenes anden libres, trabajen fuera de casa, tengan dinero; pues esos hechos constituyen de por sí un desafío a su hombría. Así pues, el mero hecho de salir a trabajar supone un reto para el poder masculino.

Aquí es preciso incidir en la fuerza simbólica del imaginario social masculino y femenino. Que el hombre acepte la capacidad de la mujer para desenvolverse socialmente en un contexto público, como es el trabajo fuera del hogar, es algo que no está previsto en el simbolismo de poder del hombre-lobo, ya que si la mujer trabaja, puede llegar a ser igual a él (Martínez, p 17). Como complemento, el imaginario femenino nutre a la mujer de sus propias fantasías. Como ya hemos comentado, en el viejo ideario, la mujer es propuesta como objeto sexual para gratificación y uso del hombre. Esta propuesta del imaginario colectivo convierte a la mujer, desde el punto de vista sexual, en una criatura deseable siempre que sea sumisa, juguetona, coqueta, bonita, apetecible, excitante, divertida… y toda una serie de cualidades que el hombre estima en su objeto de placer; y que quedan reflejadas en el cuento de Caperucita cuando la niña se entretiene cantando y cogiendo flores y también cuando acepta hacer una carrera con el lobo, a ver quién llega antes a casa de la abuela. Sin que la mujer sea consciente de ese proceso de objetuación, incluso las chicas que salen a trabajar en las maquilas, retando al poder del hombre, conservan en su ideario femenino esas cualidades de objeto: la coquetería, la alegría, la belleza, la forma de vestir, la diversión.

El macabro juego está pues servido. Las chicas salen al bosque cada vez que van de casa a la maquila. Los hombres-lobo que las ven, cada vez que las ven, encienden su sangre ante el desafío que ese sencillo acto significa para su hombría. Por eso las matan.

Según las descripciones de los hechos que las huellas evidencian, el NODO 50 (Web 1) es explícito en manifestaciones que ponen los pelos de punta. La historia se repite una y otra vez. La chica sale de casa de la madre. Va sola o en grupo. Es un patrón de muchacha: bonita, joven, delgada, de rasgos nativos. Los lobos la eligen para su juego y su rito. La rondan. La cercan. La devoran. La matan. En rituales que parecen demoníacos, trazan signos en su cuerpo. La marcan. La despedazan. Esconden las huellas con lechadas de cal viva y, así, tanto sus restos como los propios asesinos desaparecen.

A veces, los lobos cercan también la casa de la abuela. El ritual asesino incluye a su vez castigos a la madre (que envió a la chica al bosque) y castigos, rituales y muerte para la abuela, que vive en el lindero del bosque. La razón debe de ser que ellas, la madre y la abuela, permiten a la vez que, como los lobos, desaprueban, el desafío de las nietas[5]. Tal es el estado de coexistencia de valores nuevos y valores viejos.

Según las noticias, crímenes como los de Ciudad Juárez se cometen en muchos lugares del mundo. Se dan en Morelos, México; en Honduras, Guatemala, El Salvador; pero también en se repiten en países de Asia y de África, sin descartar Europa, Medio Oriente y Estados Unidos (Web 3). Según Celia Amorós[6], el asesinato ritual de mujeres está servido allá donde el estado oficial sea débil y permita la proliferación de mafias de varones que, en un pacto tácito, se reparten el derecho al uso de la mujer.

Gracias al tesón de las madres de tres muchachas, cuyos cuerpos destrozados fueron encontrados en 2001 junto a otros cinco cadáveres irreconocibles, en Campo Algodonero, cerca de Ciudad Juárez, el estado de México fue llevado a juicio por su desidia en impedir los feminicidios de miles y miles de mujeres. El pasado 27 de abril de 2010, la Corte Iberoamericana de Derechos Humanos culpó al estado mexicano de violentar los derechos humanos y violar la no-discriminación, los derechos del niño y la integridad personal de las víctimas y las familias; encontró al estado de México culpable y lo condenó a ocuparse de la investigación, a satisfacer a las víctimas y a sus familias, y a castigar a los culpables intelectuales de los crímenes (Web 4).

La historia no termina aquí. México fue condenado, pero los crímenes se siguen sucediendo. El cuento de Caperucita Roja simboliza el imaginario inconsciente que impregna el patriarcado en todas sus facetas. Tenemos un área central del mundo, que es el bosque, donde viven los lobos, varones que organizan la vida y la viven según sus deseos; tenemos una madre que vive en la periferia y es productora de víctimas, por eso a la madre no se la puede matar, porque dejaría de haber mujeres para ser usadas. Esa madre colabora en su papel periférico mandando a la hija a cruzar el bosque para llevarle viandas a la abuela, que vive también en la periferia pero, de algún modo, en los dominios del lobo. Es decir, la niña joven y virgen siempre va a cruzar el territorio de los machos libertinos, los lobos, para dar de comer a la abuela, por orden de la madre, la sociedad.

Hay también un cazador que se supone que pone en orden a los lobos con su escopeta, pero en realidad colabora con ellos, pues es el estado pervertido, las mafias, la estructuración social que protege teóricamente a la abuela y a la niña pero que, en realidad, defiende a los lobos, permite las transgresiones.

La niña sale con su cesta de viandas, va a la maquila, y naturalmente se encuentra con el lobo. El lobo no la mata de entrada, sino que la seduce, la reta, coquetea, la conquista, le hace entrar en su juego y la dirige hacia el espacio más perverso para su crimen: la casa de la abuela, un lugar donde ella, teóricamente, estaría segura y estaría cumpliendo una buena misión, como es llevarle las viandas y cuidarla. Por tanto, la niña pierde el miedo y sigue inocentemente su camino hacia casa de la abuela. Mientras tanto, el lobo ya ha matado, es decir, seducido, violado y ejecutado, a la abuela y se ha puesto en su lugar; de manera que, desde el espacio de protección, la casa, la niña es devorada a dentelladas por el lobo. El cazador permite todo eso y tan sólo saca a la niña de la panza del lobo, con lo que contribuye a la exhibición, y la exhibición forma parte parte del rito.

Con este análisis quiero decir algo que da terror pensar: que no son sólo esos horrendos crímenes que nos parecen cosa de locos y de otro mundo, un mundo desorganizado y criminal; sino que es todo el inconsciente social el que está construido para la destrucción de las mujeres; al menos las que no son madres, porque si destruyeran a las madres, los libertinos se quedarían sin víctimas. Y que si no nos dejamos comer, es igual, nos comerán de todas formas; los lobos seguirán devorando a sus víctimas.

Pero quiero decir también algo positivo y es que, si nos planteásemos, como mundo de valores nuevos, la modificación del inconsciente social, podríamos cambiar el imaginario libertino por una concepción solidaria simplemente centralizando a la mujer, tomando el bosque, echando a los lobos.

Pero es difícil.

Por todo eso, porque en definitiva por ahora no hay más razones que el dolor de unas y la crueldad o la desidia de otros, yo hoy quiero hoy rendir homenaje a las chicas-madres-esposas-abuelas; un homenaje a las mujeres que sufren; un homenaje a todas las mujeres que viven en el terror. Y lo hago con la lectura de un libro de poemas titulado El libro de las Reinas, de Marta Abadía (2009)[7]. Termino pues mi mensaje llorando con la mujer, con las mujeres, con ustedes, a través de algunos versos que entresaco de las páginas del libro.

Reinas (Salmo 21)

Oh Señor, nos has abandonado.
Somos la costilla descarnada que sacaste
del costado de nuestro asesino.
Nos tiraste en un arroyo y nos dejaste morir
con los dientes apretados en la boca
y los colmillos de los lobos clavados en el pubis.
Dejaste crecer las sombras por nuestro entorno,
dejaste que nos torturaran,
que nos cortaran en pedazos y nos sangraran.
Has permitido que se burlen de nosotras
en todos los foros de noticias.
Los periódicos traían nuestros nombres, pero era para reír,
y la lista ha crecido y desbordado las fronteras
y tú no hiciste nada.
Has permitido que el mundo viera solamente
una radiografía de nuestro dolor.
Oh, Señor, gritamos mientras nos atan con la camisa de fuerza,
mientras sujetan nuestras manos a la espalda
y graban con cuchillos nuestro cuerpo
y rompen en pedazos la carne de nuestro vientre
y derraman nuestras tripas por los caminos
y las arrojan a las aves y a las fieras de montaña.
Señor, pertenecemos a tu sala de enfermos incurables,
a la lista de cadáveres devorados por el quetzal,
lamidos por el viento de la mañana y la arena del desierto.
Gimo pidiendo un poco de láudano
para acallar el dolor del destripamiento.
No quiero sufrir mientras arrancan los brazos y las piernas.
Pido asilo en tu casa, con mi ropa y mis zapatos,
pido asilo con la minifalda y las medias desgarradas.
Oh Señor, que abandonas a las chicas solas
que andan por el mundo trabajando en las maquilas
para llevar dinero a casa, a los hermanos, a las madres.
Oh Señor, mira que hemos pecado
por pretender hacer como los hombres
que llevaban el sustento a sus esposas y criaturas.
Ellos hacían eso y las herían a cambio.
Pero nosotras, por darles de comer, no matamos,
sino nos matan.
Mira que somos inocentes,
que sólo hemos querido ser obreras
para calmar el hambre de los hermanos pequeños,
para crecer como mujeres de nuestro tiempo,
que se liberan de la garra de los maridos,
de sus colmillos voraces.
Pero tú, Señor, nos has llevado a las fauces de los lobos
para morir sin sangre y sin honor y sin nombre y sin oxígeno
mientras nos apuntaban con ametralladoras
cuyas balas han perforado nuestro cuerpo.
Tú has permitido que las fieras
se dieran un festín con nuestra carne
dejando nuestras almas sin vida, desfiguradas y solas.

PPS Caperucita Ciudad Juárez

Biblio-Cibergrafía

Para datos sobre el imaginario masculino y femenino

  • Martínez V, Griselda (2002). Violencia masculina. De las fantasías sexuales de los géneros al acoso. El Cotidiano. Mayo-junio/Vol 18, nº 113. Universidad Autónoma Metropolitana – Azcapotzalco. Distrito Federal Mexico, p. 15-27. http://redalyc.uaemex.mx/pdf/325/32511303.pdf

Para datos de El libro de las Reinas

Web 1

Para el cuento de Caperucita Roja

Web 2.

Para el juicio y sentencia al Estado de México

Web 4

Para otros feminicidios

Web 3.

Para los poemas citados

[1]                  Martínez V, Griselda (2002), p. 15-16

[2]          Cuando digo hombre, aquí no me refiero, según su acepción latina, al ser de la especie humana macho o hembra, sino exclusivamente al varón. Y ello porque, tradicionalmente, el varón se auto-designó, por una parte, con la fuerza del vir (de raíz [ui], fuerza vital), patente en la palabra varón, y, por otra, con el uso atribuido de la palabra hombre para nombrar al macho de la especie humana, acaparó para sí el nombre de la especie entera. Mientras tanto, la mujer (de mulier, raíz [moll], muelle, blanda, húmeda), no sólo fue definida por esas cualidades adaptadas al gusto del hombre, sino que, en origen y por ley, sólo era mulier la mujer casada; quede claro, por tanto, que la mujer, si no estaba casada y al servicio del varón, ni a mujer llegaba.

[3]     Martínez V, Griselda (2002), p. 16-17

[4]     http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=sinécdoque

[5]                  «Casi todos los cadáveres son de mujeres jóvenes, incluso niñas. Pero algunas de las asesinadas son ancianas.

»…Hacer desaparecer los cuerpos de las mujeres asesinadas se ha vuelto una especialidad de la mafia local. El procedimiento usual se denomina «lechada»: un líquido corrosivo, compuesto de cal viva o de ácidos, disuelve rápidamente la carne y los huesos sin dejar la menor huella. «Ninguna huella», tal es la consigna secreta. Reducir a nada, borrar, suprimir, son las palabras claves». (Web 1)

[6]     La Profesora Celia Amorós, en su ponencia “Pactos patriarcales: libertinos y mafiosos en la era de la globalización”, presentada en las jornadas del Máster de Malos tratos y Violencia de Género de la UNED, el 28 de marzo de 2009, explicó que el Estado Clandestino es quien propicia esta situación de crímenes. Según ella, una serie de factores que comienzan en el pacto sexual del estado roussoniano (recalcó: no pacto social, sino sexual, pues se trata de un reparto de las mujeres disponibles, hecho por los hombres), se conjugan para crear un sistema diabólico, un círculo de violencia que, propiciada por un estado paralelo en el pacto entre fratrias (de varones), allá donde el estado legal es débil, permite que las mafias marginales se adueñen de la situación y ocupen el mercado, implantando sus propias reglas no escritas; reglas que siempre implican abuso de poder masculino y, en el extremo, significan el asesinato ritual de las disidentes así como la ocultación de las huellas.

[7]     Marta Abadía es pseudónimo literario

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