Proyectos de vida

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Lilas. Isabel Munuera

Ella parece dormir, pero se arrima al cuerpo de él como si en él pudiera envolverse, como si ese cuerpo pudiera rodearla de humanidad, arroparla en siglos de dulzuras, muchas veces sentidas, nunca suficientemente saboreadas.

–¿Te quiere tu marido, eres feliz? –le preguntó una vez un amigo casi olvidado.

–Sí –respondió ella entre risas. Ni él ni ella supieron a qué venían las risas.

–No sé –se puso soñador el amigo–, no sé; me parece que nunca te han querido lo suficiente.

Ese amigo había llegado de improviso, había comido a la mesa con el marido y con los niños y se había marchado dejando en ella, en el corazón asombrado de ella, una nostalgia incomprensible. Luego ella se divorció y los niños se quedaron a su cuidado y, de pronto, muchos años después apareció un compañero, una especie de abrigo donde guarecerse, un pilar donde apoyarse, y ella solo sabía acurrucarse en él y decirle que le quería.

Los dos venían de pérdidas anteriores. Los dos sabían de desamor, de grosería, de vacío.

Él llegó a ella escapando de otro mundo, de un matrimonio fiel pero huero, donde el monitor constante, como un semáforo que marcara el cruce de dos calles, era la querencia insatisfecha. Vivir con aquella mujer, la esposa, su primera y única compañera, siempre hizo honor a la amargura.

Ella había vivido naufragios inauditos, dos o tres matrimonios infelices, hijos, abandono de aquellos padres. Había seguido luego sola mucho tiempo, escapando con alivio de sus parejas, para atender a los hijos en una prolongación de su infierno personal. Porque era un infierno el rastro que le quedó de cada hombre que le hizo daño a ella sola. Porque las secuelas se quedaron para siempre, hijas del desamor. Porque, como un día dijera su clarividente y desaparecido amigo, nunca nadie la amó lo suficiente para cuidar de ella y eso, al parecer, se le había quedado inscrito en la cara. De sus maridos solo recordaba desaires, violaciones, groserías, desplantes, soledad, soledad, soledad. Puede decirse que era sobreviviente de la nada y del abismo.

Sin embargo, este compañero la envuelve como una manta cada amanecer y la besa y le dice al oído te quiero con una dulzura y una verdad en su voz que a ella la invitan a sumirse en el cuerpo de él, blandamente, involucrada al fin en ternuras y sorpresas. En cada despertar, él mete su brazo por debajo del cuello de ella, abraza su pecho y su cintura y le repite, incansable: ¡Qué suerte, haberte encontrado! ¡Qué suerte que cuando el Señor repartía compañeras no me fui de la fila!

Ella, sorprendida de sus palabras y de la presencia de él a todas horas del día, aunque los dos cuentan ya más de tres cuartos de siglo y no saben qué les traerá la vida, cada mañana se deja arropar en su aliento, y el tiempo se les va enrollando en un ensueño mutuo de proyectos compartidos.