Feminista

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Ser feminista es creer en la equivalencia. Equi-valencia sale de equi, igual, y valencia, valía. el terreno de las ideas, la equivalencia significa el reconocimiento de que todos los seres (vivos o inertes) valen por lo que son. En el campo de lo humano, creer en la equivalencia es creer que todas las personas merecemos el mismo trato esencial, en el respeto a las diferencias particulares de cada cual; y obrar en consecuencia.

Ser feminista, pues, es creer que las personas, siendo iguales en esencia, debemos relacionarnos solidariamente entre nosotras y solidariamente también con la tierra que nos da cobijo y con todo cuanto contiene.  ser feminista, en cambio, es creer que el macho humano «vale más». Esa idea básica, que el macho humano vale más, es, precisamente, la que ha llevado al mundo al desastre en que vivimos. Porque ese machito que se arroga el poder es el mismo macho simbólico que se convierte en jefe de todo, en predador de especies, en destructor de la naturaleza, e incluso en asesino de mujeres. No hay otra especie sobre la tierra cuyos machos hagan eso.

Ciertamente, ejercer de patriarca no es sólo el privilegio de los varones. A la mayoría de los hombres se les ha impuesto ese modelo y ni siquiera saben que lo ejercen. No lo saben, porque sacan del modelo montones de beneficios, y los beneficios taponan las feas causas. Pero los beneficios personales del poder son tantos que incluso muchas mujeres aplican el mismo modelo, desde luego con algunos beneficios menos que los varones, pero con el mismo deseo predador. Cuando digo machista, por tanto, no hablo de hombres, hablo de un modelo social que nos afecta a hombres y a mujeres.

Para ser feminista, hay que pensar más allá de lo que la sociedad nos enseñó. Un hombre, igual que una mujer, puede declararse y ejercer de igual. Y, con eso, respeta la vida y a las personas. Para ejercer de igual hay que dejar de lado el afán de poder y convertirse al respeto, trabajar a favor de la vida, en la solidaridad. Por tanto, el objetivo, en la práctica, es dejar de usar a personas y a cosas para beneficio y satisfacción propios. Así es como nos desmarcamos de la ideología dominante, tan cómoda y beneficiosa a corto plazo para ellos (y algunas ellas), tan demoledora, a largo plazo, para la especie y para el planeta. Y tan contra-natura, en realidad.

Todas las desigualdades, sin excepción, conducen al sometimiento de unas personas a la arbitrariedad o el capricho de otras. Desgraciadamente, ésa ha sido la base del paradigma de pensamiento y acción del homo-sapiens, desde que dejó de ser cazador-recolector y se afincó en territorios cultivables y explotables, cosa que condujo necesariamente a crear leyes y formas de defensa de la propiedad y, en su mismo origen, al desarrollo de la Historia, con mayúscula. Porque la historia con minúscula, la historia de la gente, ha sido variopinta y múltiple. Paro la Historia se ha escrito siempre con plumas de varón y refleja en todos sus campos la masculinidad dominante, desde el género gramatical a la estructura social, pasando por la educación de las criaturas, el comercio, la ciencia, la economía, la política o las leyes que nos gobiernan.

La filosofía patriarcal fue adoptada, en primera instancia, para proteger los bienes. En la misma categoría de bienes de uso y consumo se metió todo: tierras, casas, ganados, cosechas, tecnología, esposas, hijos, siervos, dinero…. La filosofía subyacente  a esa forma de vivir es la violencia: el fuerte se come al débil. Así hemos llegado hasta hoy. Por eso, las personas que la prepotencia del patriarcado coloca en el lugar del débil, por ejemplo niñas y niños, mujeres, y también hombres de masculinidad alternativa, son dominadas, maltratadas o, en el mejor de los casos, manejadas por los poderosos, siempre para imponer y mantener su estatus de poder.

Como feminista, creo que otro mundo es posible, es decir: es posible, si en vez de basar nuestra filosofía en la violencia, la basáramos en la solidaridad. Observando la naturaleza,  incluso el devenir del desarrollo de las especies, puede parecer que lo que prima es la lucha, esa apariencia de «fuerte come débil». Pero mirando cómo funcionan las células, unidad básica de la vida, vemos que no compiten, sino se especializan para beneficio del organismo al que pertenecen. Y, lejos de competir por ser o tener, trabajan solidariamente para crear y sostener aquello que son y forman. Decididamente, podríamos seguir ese modelo natural: vivir, hombres y mujeres por igual, dedicados a cuidar de la vida y del mundo que nos rodea y nos contiene.

Reflexiono, si bien la Historia se ha desarrollado en la lucha del fuerte contra el débil, conducida a través de la violencia y la guerra, ha sido porque la ideología dominante de poder marcaba la pauta, pregunto: ¿no nos llamamos «sapiens», inteligentes, capaces? Entonces, ¿acaso no podemos inventar una forma de vivir más acorde con nuestra naturaleza solidaria?

Reflexiones filosóficas aparte, observo mi mundo, este mismo querido mundo, que puede ser tan amigo, y que está tan enfermo, tan desbordante de horrores. Porque vivimos muy lejos de la equivalencia de hombres y mujeres; vivimos a años luz, a distancias siderales, de la paz, de la solidaridad, de ser como las células. Según el paradigma del poder, la sociedad entera vive permitiendo, y e incluso promoviendo, desigualdades e injusticias de todo orden. Y estas desigualdades no son ni accidentes ni lacras ni sorpresas. Organizadas desde el poder patriarcal, pertenecen a la propia estructura social del poder y a la desigualdad; por eso, todos los sucesos, espacios  e ideas que demuestran la explotación, se alimentan de ella y, a la vez,  contribuyen a sostener el paradigma patriarcal. Todos. Desde la crisis económica, que está matando a los más pobres, a los males que ocurren en la tierra, como el hambre, la expoliación, las guerras, la pobreza, las vejaciones, la trata de personas, la esclavitud, la violencia de género, los asesinatos de mujeres, la prostitución, las mutilación genital femenina… Todos esos horrores y tragedias conviven con situaciones que suelen considerarse como menores o tangenciales; por ejemplo, la brecha salarial, el estatus social ricos-pobres, la dominación lingüística del genérico masculino, el amor romántico, las canciones de amor-sumisión, los cuentos de princesas y dragones, los símbolos patrios, la moda, los anuncios de televisión, las leyes que regulan las funciones sexuales y reproductivas de las mujeres, el exterminio de focas y ballenas, la expoliación de las selvas, el dominio de las compañías farmacéuticas, el manejo de la salud y la enfermedad, los juegos competitivos, la distribución del patio de los colegios, los libros de texto, las burlas y bromas que hacen reír a una persona y llorar a otra, el mobbing laboral, el bullying escolar, el sexismo, los chistes racistas, clasistas, machistas y de suegras…, y tantas, tantas cosas que ocurren en nuestro entorno a diario, a las que nos hemos acostumbrado tanto que, ya, dejamos de verlas. Y dejamos de verlas a pesar de que en países civilizados, como España, casi todas van estando reguladas por leyes. Y eso es porque, incluso en la aplicación de esas leyes de (des)igualdad y no digamos en las bromas cotidianas, nos pasamos la vida transitando por las lindes de la violencia.

Me declaro pues feminista. Como tal, me uno en mi pensamiento, en el respeto y la admiración, a las feministas contemporáneas y a las que me precedieron. Como feminista, convencida de la necesidad de vivir en el cuidado de la vida y de la tierra, no sólo actúo en mi vida privada los ideales que me guían, en la igualdad, el respeto y la solidaridad, sino que, en lo público trabajo con mi partido, Iniciativa Feminista (iF), en la construcción de un mundo solidario, sostenible, respetuoso y en paz. Porque, siendo coherentes, es imprescindible aunar fuerzas en todo el abanico de campos de la acción humana: personal, familiar, político, económico y social.

Mi trabajo personal como feminista pasa por vivir en el respeto y por poner nombres a las cosas, siempre que las veo en mi entorno, aunque parezcan nimias, porque no lo son; son, en cambio, para mí, la muestra evidente de la organización jerárquica del poder. Cuando un persona domina a otra, se ríe de ella. Es hasta posible que la víctima ría también, porque reír la salva. Pero, incluso las bromas más corrientes, las palabras de una canción, los gestos de aparente delicadeza, cuando ponen de relieve la debilidad de la otra persona, son ese tipo de proyecciones del patriarcado dominante que no nos deja pensar más allá de la costumbre y del día a día.

Ser feminista,me lleva a desenmascarar el poder, en palabras, gestos y significados. Declaro que quiero vivir en un espacio valioso, pequeño y personal. Soy gusana en mi propia hoja. Valoro mi libertad, mis formas de expresarme, mis símbolos personales, en la solidaridad, el respeto y el cariño por el mundo, las personas y las cosas. Administro mis relaciones, mi mundo y, sobre todo, mis afectos como quiero, como creo que debo, según las querencia de mi ser esencial, sin rendir cuentas de nada a nadie, sin reconocer el poder de ningún ser-superior, salvo la vida misma.
Oso decir mi verdad así, en público y en privado, de forma dinámica, constante, repetitiva, machacona, rítmica, como un estribillo. La explico de todas las maneras que sé, con poemas, con historias, con juegos, con música, con risa, con gestos, con alegría, con tristeza, sin descanso. Y lo digo, y no paro de repetirlo, porque creo en la necesidad, o la importancia o la inminencia o la obligación, de hablar, de decir mi verdad, susurrarla, cantarla, contarla, narrarla, bailarla, soltarla así a volar. Para que pueda posarse en territorio amigo y ser comprendida.

Sé bien que la filosofía de la equivalencia es un paradigma nuevo y antisocial-de-la-sociedad-que-nos-vio-nacer-y-nos-contiene. Lo sé. Las personas que queremos un mundo solidario, en realidad no tenemos modelo social. Hay que inventarlo. Sabemos que sólo trabajando juntas y compartiendo ideas y vivencias, podremos llegar a saber cómo es exactamente, cómo se estructura, ese mundo solidario que soñamos. También sé que el paradigma patriarcal, el del poder y la violencia, sólo cederá, como ya dijo Marilyn Ferguson, cuando mucha gente piense y sienta como cierto lo contrario, cuando creamos en el no-poder y en la no-violencia; cuando ésa sea la creencia personal básica de muchas personas; cuando ya no haya que luchar por una verdad elemental que nos confirme la valía y nos garantice el respeto.

Personalmente, mi hacer pasa por la palabra.
A base de contar historias, de trabajar con los símbolos de mi certeza, de vivir mis días en la paz de mi alma, sé, confío, creo, que algún día llegaremos a organizar la sociedad de iguales que deseo y, humilde, desde mi pequeñez, convoco a la existencia.

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