Carta al presidente que declaró la guerra
Por fuera, usted no es Dios, parece como cualquiera.
Su cara, señor, ríe con el puro entre los dientes y su boca
dice amigo, niño, casa.
Veo sus manos, su cuerpo, su traje de Emidio Tucci,
sus venas que tendrán sangre, que será roja, pienso yo, como la mía.
Si usted sufre, llorará, y bebe y come y defeca
y habrá nacido de madre, como yo, como nosotros.
No sé cómo ocurrió.
Veo su miedo y sus zapatos,
que son como los nuestros, y deberían
sostenerle a usted entre los hombres.
Pero, ay, a usted le corre el poder
por los vasos de la linfa. Usted es dios.
Veo su cara presidencial. No es como ese mar
de gentes que gritan por las calles.
Gritamos porque somos de lágrima, pero usted no.
A nosotros,
nos duelen las piernas rotas de los niños de Basora
que ya jamás andarán.
Usted descansa.
Amanecía el sol en horizontes de metralla, las sirenas
destrozaban la pintura de la alondra, la primavera
saltaba rota en las callejas entre pétalos y sangre.
Veo el gesto calculado
de usted, señora o señor de los poderes elegidos,
veo su cara diciendo que no importaba,
que está en paz con su conciencia,
que no es momento de hablar.
Y es que dios está dormido.
No sé cómo explicarle, señor. Usted no oye.
Sus ojos, que son de carne, como los míos, no ven lo que veo yo.
Esos ojos son un punto de contacto con un cielo superior,
donde dioses poderosos como usted
ponen ruedas o alas
o misiles en las camas
y, ay, encuentran siervos que guían las máquinas de matar.
No importa la muerte, al fin y al cabo
será su destino también, igual que el nuestro. No es morir
ni la muerte lo que asusta. Lo que duele
es dar yo a vida y amor
el mismo nombre que sale de su boca.
En mi tierra, señor, soñamos
con lo increíblemente dulce y tierno y dolorido
en la mirada de los niños.
Sus ojos inocentes
reflejados en lo blanco de las tapias
para usted no son la pesadilla. No le despertarán
los aullidos de la guerra en sus espasmos, no le molesta
el fragor de las sirenas, piensa usted
que son así, decretados, sencillamente así:
un acuerdo firmado por los dioses en la atroz distancia de sus islas.
Y sin embargo, le digo
(desde fuera, gritando a la fachada de su casa), digo, señor,
que la guerra nació en su pensamiento.
Las guerras se gestan en los coitos de los dioses
con sus leyes inventadas. Y siempre ha sido así:
un dios que decreta la paz arrasando los hogares,
unas bombas que estallan,
una tierra minada y desmembrada. Y así
vuelve a empezar la Puta Historia
con los nombres de dios escritos en sus páginas.
Pero nosotros, los de aquí, ya no vemos las noticias.
Nos conformamos con el sol por horizonte,
nos gusta, sabe, señor,
el viento que da en la cara, nos atraen
los truenos y la lluvia de la tarde, nos confunden
los silbidos de la noche en los escombros.
Vamos, señor, que la paz en que creíamos andar
se nos ha convertido en laberinto.
Sabe, dios, dictador, usted no nos merece.
No puede ejercer su triste oficio (que censura mi sonrisa y no la suya)
si no es porque hay gente como yo que llora por sus hazañas.
Para mantener su vida, que acredita con la muerte de ese alma de tirano,
necesita usted los brazos de los niños,
la vida de los hombres y mujeres derrotados,
la sangre de nosotros, los otros para usted,
derramada en charcos por la calle.
Los veo a ustedes, señor, a los dioses, a vosotros:
Ustedes, presidente y sus adláteres. Para comer
lavan sus manos con esmero,
sacuden de su ropa el polvillo de metralla, cuando oscurece
suben a los tranvías y dejan
sus tripas al pasar volcadas en las cloacas.
Quizá por eso, porque no tienen entrañas,
soberanos de poder, ustedes dictan,
deciden la vida de los otros, de nosotros.
Van sin tripas, señor, con el vientre desfondado.
Viven
con el frío desolado del mandato,
vestidos de poderosos.
Ahora lo veo, señor, de su boca
mana saliva roja, sale
por el borde de sus labios,
resbala por los brazos, por los dedos, hasta el suelo
baba de dios manchando a todos.
Por fuera, usted no es Dios, parece como cualquiera.
Su cara, señor, ríe con el puro entre los dientes y su boca
dice amigo, niño, casa.
Veo sus manos, su cuerpo, su traje de Emidio Tucci,
sus venas que tendrán sangre, que será roja, pienso yo, como la mía.
Si usted sufre, llorará, y bebe y come y defeca
y habrá nacido de madre, como yo, como nosotros.
No sé cómo ocurrió.
Veo su miedo y sus zapatos,
que son como los nuestros, y deberían
sostenerle a usted entre los hombres.
Pero, ay, a usted le corre el poder
por los vasos de la linfa. Usted es dios.
Veo su cara presidencial. No es como ese mar
de gentes que gritan por las calles.
Gritamos porque somos de lágrima, pero usted no.
A nosotros,
nos duelen las piernas rotas de los niños de Basora
que ya jamás andarán.
Usted descansa.
Amanecía el sol en horizontes de metralla, las sirenas
destrozaban la pintura de la alondra, la primavera
saltaba rota en las callejas entre pétalos y sangre.
Veo el gesto calculado
de usted, señora o señor de los poderes elegidos,
veo su cara diciendo que no importaba,
que está en paz con su conciencia,
que no es momento de hablar.
Y es que dios está dormido.
No sé cómo explicarle, señor. Usted no oye.
Sus ojos, que son de carne, como los míos, no ven lo que veo yo.
Esos ojos son un punto de contacto con un cielo superior,
donde dioses poderosos como usted
ponen ruedas o alas
o misiles en las camas
y, ay, encuentran siervos que guían las máquinas de matar.
No importa la muerte, al fin y al cabo
será su destino también, igual que el nuestro. No es morir
ni la muerte lo que asusta. Lo que duele
es dar yo a vida y amor
el mismo nombre que sale de su boca.
En mi tierra, señor, soñamos
con lo increíblemente dulce y tierno y dolorido
en la mirada de los niños.
Sus ojos inocentes
reflejados en lo blanco de las tapias
para usted no son la pesadilla. No le despertarán
los aullidos de la guerra en sus espasmos, no le molesta
el fragor de las sirenas, piensa usted
que son así, decretados, sencillamente así:
un acuerdo firmado por los dioses en la atroz distancia de sus islas.
Y sin embargo, le digo
(desde fuera, gritando a la fachada de su casa), digo, señor,
que la guerra nació en su pensamiento.
Las guerras se gestan en los coitos de los dioses
con sus leyes inventadas. Y siempre ha sido así:
un dios que decreta la paz arrasando los hogares,
unas bombas que estallan,
una tierra minada y desmembrada. Y así
vuelve a empezar la Puta Historia
con los nombres de dios escritos en sus páginas.
Pero nosotros, los de aquí, ya no vemos las noticias.
Nos conformamos con el sol por horizonte,
nos gusta, sabe, señor,
el viento que da en la cara, nos atraen
los truenos y la lluvia de la tarde, nos confunden
los silbidos de la noche en los escombros.
Vamos, señor, que la paz en que creíamos andar
se nos ha convertido en laberinto.
Sabe, dios, dictador, usted no nos merece.
No puede ejercer su triste oficio (que censura mi sonrisa y no la suya)
si no es porque hay gente como yo que llora por sus hazañas.
Para mantener su vida, que acredita con la muerte de ese alma de tirano,
necesita usted los brazos de los niños,
la vida de los hombres y mujeres derrotados,
la sangre de nosotros, los otros para usted,
derramada en charcos por la calle.
Los veo a ustedes, señor, a los dioses, a vosotros:
Ustedes, presidente y sus adláteres. Para comer
lavan sus manos con esmero,
sacuden de su ropa el polvillo de metralla, cuando oscurece
suben a los tranvías y dejan
sus tripas al pasar volcadas en las cloacas.
Quizá por eso, porque no tienen entrañas,
soberanos de poder, ustedes dictan,
deciden la vida de los otros, de nosotros.
Van sin tripas, señor, con el vientre desfondado.
Viven
con el frío desolado del mandato,
vestidos de poderosos.
Ahora lo veo, señor, de su boca
mana saliva roja, sale
por el borde de sus labios,
resbala por los brazos, por los dedos, hasta el suelo
baba de dios manchando a todos.
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